Teotihuacán, la «ciudad de los dioses» en náhutl,  es uno de los destinos más conocidos de México, y el yacimiento precolombino más visitado, ubicada en un nudo de comunicación excelente que conectaba la costa veracruzana con el valle donde se asienta esta gigantesca explanada urbana, la más importante de Mesoamérica.

Gran parte de la información que se tiene acerca de Teotihuacán proviene curiosamente de los mexicas o aztecas que le dieron el hombre de «Ciudad de los Dioses o Lugar donde se hicieron los dioses» cuando ocuparon la zona y asistieron al inmenso esfuerzo que había requerido crear la ciudad.

Abandonada en el siglo VII (aproximadamente año 650) poco se conoce del origen étnico y lingüístico de los denominados «teotihuacanos», cuya magna obra incluso deslumbró a los los aztecas, el pueblo guerrero que se consolidó en el lo que hoy es el centro de la República Mexicana. 

Leyenda

En la noche de los tiempos, allá por Teotihuacan, los dioses se reunieron para planear el nuevo día. Y preguntaban quien llevaría a cuestas la luz. Entre los allí reunidos se presentó Tecuciztécatl. ¿Y quién más? Como todos se miraban temerosos y se escondían, los dioses se dirigieron a Nanahuatzin, quien tranquilamente aceptó pues amaba a los dioses.

Tecuciztécatl y Nanahuatzin comenzaron a preparar sus ofrendas mientras ayunaban como penitencia; a la par, los dioses preparaban el fuego de la “roca divina”. Todo lo que Tecuciztécatl ofrendaba era precioso: plumas de quetzal, oro, espinas de jade, copal y sangre de coral obtenida por espinas de obsidiana. Lo que Nanahuatzin ofrecía eran cañas verdes, plantas medicinales, ocote, espinas de maguey y la sangre pura que manaba por su empleo.

Cada uno hizo penitencia en los montes que les construyeron los dioses, los que se dicen son hoy conocidos como las pirámides del Sol y de la Luna. Al concluir el periodo de ayuno regaron sus ofrendas en la tierra y a la medianoche se adornaron y vistieron. A Tecuciztécatl le obsequiaron un tocado de plumas de garza y a Nanahuatzin le regalaron un tocado de papel.

Así fue que los dioses comenzaron a reunirse alrededor del fuego divino y en medio colocaron a Tecuciztécatl y a Nanahuatzin. Le ordenaron a Tecuciztécatl que se arrojara al fuego. Este obedeció con premura, pero al sentir el ardor del fuego no lo pudo resistir y retrocedió. Lo intentó una, dos, tres, cuatro veces más y no fue capaz de lanzarse a las llamas; en ese momento, le ordenaron a Nanahuatzin que se adentrara en las llamas. Se arrojó decidido; hizo fuerte su corazón, cerró los ojos y no vaciló. Ardía en el fuego divino. Aquella actitud decidida hizo reflexionar a Tecuciztécatl sobre su temor, e impulsado por el arrepentimiento, se lanzó a las llamas…aunque para entonces, ya era tarde. En esos momentos un águila descendió hacia la hoguera y súbitamente un ocelote brincó dentro cuando las llamas casi se apagaban. De esta forma se explican el negro plumaje del águila y las manchas del ocelote.

Los dioses aguardaban de un momento a otro la aparición de Nanahuatzin en algún lugar del cielo, ya transformado en sol. Y el sol llegó del oriente pintado de rojo, hiriendo la vista, esplendoroso, proporcionando calor. Tecuciztécatl llegó después, brillando con igual intensidad. Los dioses se preguntaban qué hacer con dos soles. Alguno tomó un conejo y con él abofeteó al segundo sol, opacando su brillo y transformándolo en la Luna.

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https://www.visitarteotihuacan.com/

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